Esa necesidad de ponerle
nombre a todo, de creer que todo puede categorizarse y entenderse bajo la
relativa simpleza de unos cuantos conjuntos de significaciones. Estar fuera de
las casillas sería entonces algo así como romper la estructura de lo que tiene
sentido nombrar, de lo que tiene sentido que exista. Ser la excepción tampoco
es razón suficiente para confirmar la regla. Regla parecida a un pistolete que
parece haberse hecho una permanente, infinitamente vuelto sobre sí mismo, una y
otra vez, hasta llegar al suelo y convertirse en tornado, torbellino de
insignificantes capilares sin ideas ni motivos más que recubrir sensaciones de
un órgano a veces tan presente y a veces tan ausente.
Quiero contar que he
visto estrellarse a tres naves espaciales. Luchar contra la gravedad y volver
sobre sí mismas en un vuelo atónito de descontrol y malos recuerdos. Una mesa
rota en el comedor de las historias que reúnen almas fuera del encuentro
forzoso de la familia nunca perfecta. Es el mundo de los sueños el que nos trae
estas imágenes tan claras pero misteriosas a la vez, por entre medio del subconsciente
que se esconde tras la cortina de un yo más puro, más libre, más ingenuo, más
sujeto.
Verás… es como andar
caminando por la calle en contramano y con los ojos cerrados. La gran avenida
no mira a quien no quiere mirarla. Lo atropella con su más fino toque de
justicia por cometer el error que más le duele, el error de no hacerse cargo
del camino que lleva y de no conocer el destino de sus pasos. Paso por paso,
metro a metro, seguimos preguntándonos por qué, y nada nos detiene, hasta que
el golpe más fuerte termina siendo ese asfalto rígido que daña el rostro que
cayó desprevenido ante la atadura de sus piernas, esas que no coordinan su
andar.
La gran aventura parece
ser entonces arriesgarse en el vacío a encontrar una respuesta. No conviene
meterse en donde no se debe, pero quién dirá a la mente rebelde qué hacer si la
contradicción es su juego más preciado ante los ojos de quien se cree mejor que
su alma. ¿Saben qué? No hay un hilo que mantenga unidas a las palabras que se
escriben sin pensar, no hay razón para atar mis dedos a un pensamiento sin
motivo. Y si los ato sería para no volver a equivocarme y tener que desdecir
aquello que ya he escrito con los mismos movimientos que ahora se pasean por
sobre cada letra que se hunde en el maldito plástico de la omnipresencia.