jueves, 24 de diciembre de 2009

Nowhere man


¿Nunca quisiste escapar? Estar fuera del tiempo, en otro lugar, en ningún momento particular… tal vez sólo desaparecer, como si nadie te hubiera visto nunca. Nada cambiaría, nadie sufriría. Sólo desaparecer.

No se si volver, tal vez me aburra y recuerde que lo bueno también estaba ahí. Por ejemplo, en esta época donde con unas simples esferas de colores brillantes sobre ramas blancas o verdes, y tal vez algunas luces intermitentes, fui a ver qué hacer con mis recuerdos.

Cajas y cajas de cosas que ya no recuerdo por qué las guardaba, pero allí estaban todos esos juguetes que costaban la vida conseguir, hojas y hojas de carpetas de la escuela, primaria, secundaria, de la facultad (que aún falta terminar) y de repente esas pilas de recuerdos se esfuman en un simple: ya no más.

Se fueron de mi mente, de aquel lugar en el que aún significaban algo. Sólo quedó un vacío que envolvía a cada objeto. Y así pasaban las horas… Irritante villancico del horror, de la vida sin recuerdos. ¿Cuánto vale hoy mi memoria?

Espero. Respiro. Se viene lo mismo de siempre, una vez más. Algo sin mucho qué decir ni qué hacer. Alguien baja por la chimenea, no lo veo, no lo creo, no tengo chimenea. Tal vez después decore al árbol petiso de esta casa, tal vez coloque al niño Jesús, aún indefenso en el pesebre… el ritual está, pero ¿acaso estoy con el ritual?

No quiero respirar hasta que terminen de pasar los que dejan los regalos a último momento, cuando todo se desarma y vuelve la vida a la normalidad.

Noche de paz, noche de amor. Todos duermen alrededor. Y aún no quiero despertar.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Mi vida pasó en sepia

Soy mi recuerdo, soy la memoria de mi propio incierto. Nací en un lugar que casi ya no existe, y no puedo hacer nada para evitarlo. Hace dos semanas ya que tuve un sueño, era en sepia. Yo entraba por el portón de la quinta La Lita en la que viví mis primeros años, allá por el barrio de Hurlingham. Como si de una panorámica lenta hacia la derecha se tratara, descubría lo ya conocido y también cosas que había perdido de vista.

Mi primo y sus monerías de pequeño, su hermana más alegre que nunca. Y también mi padre, que me preguntaba sin escuchar, y yo no podía hacer más que llorar. Tan sólo escuchar. Y aún así no pude hacer nada. Indefenso, como un niño nuevamente, pero mirando desde una altura mayor.

Bien podría citar aquella frase de ese tema tan querido: “piden el actor de lo que fui”. Yo no soy actor, nunca quise serlo… pero la vida nos ubica en situaciones bastante diversas a las que habíamos pensado en un principio. Lo premeditado pocas veces sucede, y si lo hace siempre manifiesta sus matices para demostrar la diferencia de la cruda realidad.

No me escuchan, no me ven. Corro. Lloro. Salto y recuerdo. Una entrada rodeada de paraísos y un lugar que cada vez existe menos, en mi memoria y en la realidad.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Un solo verso



Ha transitado el hombre por tantos siglos, intentando develar el misterio del universo, buscando respuestas en cada estrella, pidiendo al cielo, amando hasta su límite: el propio infinito de lo sideral. En cada promesa esperaba consuelo para su existencia efímera y con el correr de las agujas del tiempo, ésta cambiaba sin ser acompañada por el milagro de encontrar una respuesta, tan sólo una siquiera, en aquel que habla un lenguaje fuera de las palabras que se le imploran, el cielo, las estrellas, el universo. Y, a medida que las agujas evolucionaron, de la mano con la racionalización, el hombre encontró en ese infinito su explicación a una existencia contingente e insignificante en la inmensidad de lo universal.

¿Qué le queda entonces? ¿Qué promesas se entienden en un universo científicamente ilimitado e inalcanzablemente racional? Le queda aún el poder explicarlo, pero cómo ¿Es objetivo lo infinito, es acaso descriptible? Si así lo fuera perdería su condición de universal, de ilimitado, de inalcanzable. Entonces, desde su propia contingencia, limitada a un átomo perdido en un espacio indefinido, el humano percibe y encuentra su propio universo. Lo describe, así, desde una concepción de individuo en sociedad; se crea entonces un universo paralelo, quién sabe, sino más grande e infinito que aquel en el que se vive, porque nuestra imaginación es la que dibuja sus fronteras en cada palabra nueva, en cada narración que nos incluye en otro universo, diferente, similar, diminuto pero inmenso dentro de nosotros mismos.

Narramos la vida de seres con los que nos identificamos pero que, a su vez, no somos; les brindamos su propio universo a cada uno, con su historia, su rol, con su voz. En cada palabra, en cada ordenación de lo que queremos describir en nuestro instante de literatura, aún cuando el esclarecimiento de cada parte se escape de nuestro control, existe un infinito, develado en un contexto que incluye parte, que dibuja y desdibuja un universo de ficción y lo empapa de una realidad siempre subjetiva de nuestra propia percepción. El universo parafrasea con su unidad misma, un solo verso, el verso de todos, el verso de lo único, de la pertenencia, de la inclusión y, también, del hombre.

En cada letra una historia, en cada mente infinitos universos. En un libro cerrado, en una hoja sin leer, me pregunto, al igual que Borges ¿Dónde irán todas esas letras? Porque su mundo, su ser, se crean en cada lectura, mundos nuevos, diferentes al de la autoría original. Aunque fenomenológica y existencial, esta visión de la narración propone una realidad alternativa en la que uno no puede escapar del discurso ficcional de lo que aparenta ser real, además, quién podría llegar a imponer una realidad fuera de lo simbólico, arbitrario y convencional del lenguaje. Quien intente encerrar a la literatura en una descripción limitará, entonces, su universo, porque le pondrá barreras a su imaginación, acaso a la de los demás también. Porque la literatura es capaz de atravesar el tiempo y controlarlo, crear universos y plantearlos finitos si se quiere, hacer nacer y hacer morir, con tan sólo escribir algunas líneas en un soporte.

En la narración nos encontramos a nosotros mismos, en nuestra realidad y nuestra ficción, cualquiera que sea la diferencia entre ambas, ubicamos el mundo, las estrellas, las galaxias, el universo mismo a merced de la imaginación. Pero ésta puede ampliarse y con ello lo harán nuestras ideas, emociones, letras y palabras. Por eso, ejercitarla, tener los sentidos atentos es primordial para seguir siendo y seguir en la búsqueda de nuevas verdades, de ficción, de ilusión, de ideas, de deseos, verdades sobre nosotros mismos, sobre quienes nos rodean y sobre todas las cosas que existen o que queremos que existan.

Así, las promesas, los sentimientos de amor, los pedidos de salvación, cobrarán un sentido dentro y fuera de los propios límites que la imaginación concibe a cada momento y, cuando las agujas del tiempo no limiten al pensamiento, cada letra será una historia eterna de una memoria infinita plasmada en un escaso espacio de soporte que ocupará lugar en una biblioteca pero que se compensará con el que gana en imaginación.

Otro trabajo de Taller de Expresión I - Cs de la Comunicación Social - UBA.

El camino de las palabras que encontraron su pasado


Intentaré ser breve y claro con esto que diré a continuación. He aprendido durante este año que las palabras más bellas, que las metáforas más exactas, cuando imbuidas en un contexto de claridad poca, comienzan a perder su encanto y, luego, se pierden en la indiferencia. Será así que, poco a poco, cada una de esas palabras fue cambiando de lugar para formar nuevas imágenes y decir nuevas cosas.

Desde mi niñez he escrito frases de melancólica expresión, quién supiera el por qué hágamelo saber, y continué ese rumbo durante los siguientes años, podría decirse incluso, hasta el día de hoy. Influenciado por escasas lecturas de autores varios, había elegido entre ellos a Julio Cortazar, Carlos Fuentes y Horacio Quiroga pero, con respeto, nunca quise escribir como ellos, porque para eso están ellos. Pero no conocía un pasado que había sido omitido sin intención alguna, no conocía autores que hoy conozco y en quienes me reconozco, aunque sea posteriormente a la escritura de mis textos.

Cuando una primera consigna me hizo pensar en qué es lo que yo quiero escribir, transmitir y encontrar en cada texto, no pude más que remitirme al pasado de vivencias poco recordadas, a una forma poco literaria de las cosas, hasta que encontré en las canciones la forma más directa y propia de escribir una historia, hasta esa que habla de mi. Encontré una relación entre las palabras: los caminos trajeron las intersecciones, los destinos, los recorridos, las bifurcaciones, los sin salida, y creo que estos, los caminos, son los que mejor explican el transcurrir de una etapa que encontró su fin.

Se presentó de golpe una calle que tenía un destino incierto, claro, pero incierto; en ésta, varios, estimo, nos vimos perdidos en la duda de lo que podría venir, y lo primero que llegó fue “nosotros mismos”. Nos presentamos mediante textos, no completamente pero todos lo hicimos de alguna manera e hicimos hincapié en algo. Yo elegí bordear el camino, verlo de lejos, así descubrí que la metáfora era buen vehículo para mi objetivo, dije muchas cosas por mí, pero al mismo tiempo dejó una incógnita abierta, datos concretos narrados vagamente en el papel. Y a través de ella creí poder explicar mejor algunas cosas. Esto trajo como consecuencia que mi camino se convirtiera en uno ya transitado hace varios siglos. Tal vez, caminaba en sentido contrario sin ver las señales, pero se me atribuyó un estilo que inocentemente desconocía. Y que tampoco, hasta el día de hoy, he leído. Pero eso tuvo un quiebre muy especial, no alcanzaba con los comentarios o con la gran frase “¿Quién maneja a quién, Lucas al estilo o el estilo a Lucas?”, pero bastó que Borges dijera qué es un barroco para él, logrando que me diera cuenta de que esa no era la impresión que me gustaría que otros tuvieran de mi. Y eso sí me hizo cambiar. Pero no sólo cambió la actitud, sino, también, las consignas. La aparición de las crónicas urbanas, trajo consigo una adaptación al género en cuestión, la metáfora no explicaba lo que se quería mostrar, era inservibles los métodos adoptados anteriormente, y así llegó la frase corta y cotidiana que trae consigo, de la mano, una realidad posible, un acercamiento a lo que efectivamente sucede. Contarlo con alegóricas palabras, comienza a tornar poco creíble lo que se expone, por más alto grado de veracidad que traiga implícito. Es por eso que el estilo adquirido tomó su tiempo para resurgir, lo hizo, aguantó todos los pesos, y volvió a encontrarse en otro desconocido, Atahualpa Yupanqui.

Cada consigna refería a una técnica que nos permite poner un destino a nuestro camino, en cada elección de palabra se bifurcan nuestras decisiones, así, éstas adquieren significado, sea dentro de la metáfora de un cuento o dentro de la propia realidad narrada. En fin, me entretiene pensar en jugar con la arbitrariedad del signo seaussuriano que nos remite a que a las palabras nada las ata, nada las puede atar, nuestra imaginación en cada lectura será diferente cuanto más literatura y conocimientos tengamos presentes, por eso un cuento nunca es único o una metáfora nunca refiere a lo mismo. Por eso en cada palabra se vuelcan partes de lo que somos en ese momento, por eso cada texto es como el libro de mi tía abuela, Mercedes, un autoanálisis, no sólo de nosotros, sino, además, de todo lo que nos rodea.

Seguramente, y espero que así sea, en cada nuevo texto se encuentre una historia oculta por descubrir, que en cada palabra se esconda la ambigüedad de la falta de significado, de un cierre que no se puede cerrar del todo, porque esto indica que hay más por imaginar, más por conocer y mucho más por narrar.

Este texto formó parte de los trabajos presentados para la materia Taller de Expresión I de la carrera Ciencias de la Comunicación Social de la UBA.

Hoy, llueve

Diez de la mañana, el despertador hace eco dentro de mi cabeza con la voz de un locutor que intenta ser optimista del frío, o sólo ser optimista de su propio mundo; me despierta de mi falso sueño, de mi ficción. La luz se fuga por la ventana, no sé cómo puede traspasar las oscuras y densas cortinas negras y llegar hasta mi rostro haciendo que brille, una vez más, mi jaqueca habitual. Tomo mi cabeza y, con un intento de abdominal, me siento al borde de la cama esperando algo que no va a venir. “Pistones de un curioso motor de humanidad…” suena esa melodía en la radio del despertador, mientras aumenta el vacío en mi pecho. “…Memoria hostil de un tiempo de paz sin paz, narices frías de una noche atrás…” Si, puede ser así, nunca estuve en paz pero hoy anhelo el pasado, sin esperanza. Hoy no sólo no significa nada, sino que quita su significación a todo lo que fue, porque ya no está. Unto de pasta mi cepillo de dientes mientras miro mis ojos en el espejo, tan grandes, el color violáceo cuasi verdoso se hace notar y ver mi palidez me hace sentir más náuseas que antes. Parecería una momia con un par de cintas en mi cabeza y, tal vez, haría lo que hacen las de la canción, me pediría el actor de lo que fui, si es que no lo estoy haciendo ya. Pero no soy ese tipo de momias, no soy momia de un amor, ni de cientos, sólo una momia que vive porque no quiere, o porque tiene miedo de morir, qué sentido tendría “responsabilidad u obligación, mantenerse vivo sin tener razón”, recuerdo haberlo escrito alguna vez. La ducha quema, me doy cuenta por el vapor que se aleja de mi piel dejando en ella marcas coloradas que arden con cada gota, debería terminar aquí, o podría terminar otra vez en el hospital; allí nunca dicen nada, sólo frases sin sentido que dependen del ánimo de doctor al momento de la consulta. -¿Cómo estoy Doctor? – Y… Mire… o: La verdad es que usted…, a veces un: No se lo a tome mal pero… Siempre diferente pero siempre igual. La toalla rasguña las quemaduras pero mis manos no se detienen hasta secar, hasta lastimar. Miro al espejo nuevamente y, aún empañado este, puedo ver esas manchas violáceas cuasi verdosas debajo de mis ojos, flotando en una especie de ameba gigante y pálida. Vaso, agua, Prozac. Es hora ya. Hora de qué, siempre me surge la pregunta. Por qué hora y no segundo, si todo pende de estos. Recuerdo aquella, mi canción, “Un segundo y ya no entiendo más, una rosa hermosa se marchitó; la locura de querer volver a ser, y el reloj que no regresará”. Cuanta verdad, cuanto yo mismo. Enrosco la bufanda en mi cuello, la lana se detiene en mi barba de un día, mis brazos se deslizan dentro del sobretodo gris. Salgo.

El frío hace parecer aún más pálida a mi piel, lo noto en un espejo en la vidriera de un local de la calle Gaona mientras que camino hacia Plaza Irlanda, mientras que camino hacia la nada. Boyacá y el antiguo café de la humedad, tanto tango, tanta melancolía, ahora Tomato, una opción para la familia, que desperdicio de la memoria. Si las familias se disuelven, cada quien con su destino, cada quien se queda solo, sin saberlo. Eso lo descubrí hace dos años cuando mi vida perdió sentido, cuando todo perdió sentido. Lo hice por amor, y eso no bastó. Intenté salvarla de caer en la depresión, intenté salvarla de sí misma, pero me dejó, junto con mi esfuerzo, a un lado. Ella siguió su rumbo y cayó en la soledad, se fue hacia donde tuve miedo de seguirla, hacia aquel lugar que hoy me convierte en momia. No pudo soportar ser una más, pertenecer a una especie, a un lugar. Pertenecer a qué si todo se esfuma en la memoria, ni los recuerdos se salvan de esto; sentimientos, quién no los ha olvidado alguna vez, quién no los ha olvidado en la soledad. La entiendo “Hablando por mi hablando por vos, surgen tantas estrofas gracias al dolor” por ella lo escribí. Sin quererlo y con la paz en guerra busqué y busqué pero nunca encontré nada, o tal vez fue eso lo que encontré, nada. Nada en el alma, nada en el corazón “… helando el sentimiento del gran amor” seguiría diciendo. Me detengo en el Ombú, mis pies ya no son lo que eran antes, un café me ayudará a soportar estas temperaturas, mi mano violeta empuja la puerta, tres pasos, la mesa de la ochava que mira al reloj de reunión, el reloj de mis amigos, el de la ausencia. Lo admiro tanto, y así también lo aborrezco, tantas miradas al tiempo le dediqué y ahora sé que no vale la pena, un segundo fuera del tiempo no es segundo, no es instante, es sólo ser, y nunca fui, no después de ella. La camarera me pregunta qué necesito, no sería prudente responder esa pregunta en un café. Me mira como esperando algo, tal vez la respuesta pero creo que pienso en responder lo que no debo. Café doble, por favor. ¿Azúcar o edulcorante? No, gracias, lo tomo solo. Supongo que ya se había dado cuenta de eso pero lo interpretó de la manera más coherente en un café. Aquí está su café, agua y unas galletitas especiales de la casa. Qué tendrían de especiales, son iguales a todas y están viejas. Probablemente eso sea lo especial. Vuelvo al reloj, lo desafío a que no gire sus agujas y me dice que no puede cumplirlo, lo desafío a que si él no estuviera todo sería mejor, nadie sabría cuánto tiempo sufrió, por qué ordenar cronológicamente las cosas que no queremos recordar, esas que nos hacen mal, reloj! Déjame en paz. No tengo veinte años, eso sólo es tiempo, no dice nada más que tiempo, tiempo bueno para nada. No me llamo ni me llaman por el tiempo. No soy quien se levanta a las diez, no soy quien mira el programa de las veintiuna, soy yo, sólo yo, yo solo, como siempre, como nunca antes.

Sin propina, me levanto después de pagar y me voy. La plaza me hace un llamado, ya es la una de la tarde, qué significa eso. Me siento en el banco de material anti anatómico, ya no piensan en las personas que vienen a estos lugares como para hacer estos diseños. Aquí siento el viento, la gente tiene frío, lo puedo ver, no lo puedo sentir. “Sopla el viento de tu suspirar, nace el sol en mi voz cuando tu estás” cantaría. Presente y ausente, ausente y lejana, ojalá fueras fénix y resucitaras ¿para estar conmigo acaso? No, qué podría ofrecerle hoy, si nada tiene sentido para mi, soy una momia sin amor que busca ser quien nunca fue e intenta explicarse a través del tiempo. Hace dos años que estoy mal, hace dos horas estoy sentado en una plaza, hace un segundo que pienso en lo que estoy pensando, y a cada centésima de segundo su nombre aparece en el viento.

Las nubes grises cubren el cielo y lo harán llorar muy pronto, es mejor volver a casa. Cuatro de la tarde del primer domingo de julio del año en que cumplí los veinte años de vida o los dos de soledad. Mi canción “Siempre que llovió paró…” eso es verdad “y siempre que paró volvió a llover”. Así será mi vida, hoy llueve en la ciudad, hoy llueve en mi corazón. Hoy, llueve. Prozac.

Buenos modales

Son las quince horas de un martes húmedo en la Ciudad de Buenos Aires. Repleto y ordenado, un colectivo de la línea 99, con destino a Plaza de Mayo, transita lentamente por la avenida Avellaneda. Sólo un señor de zapatos gastados y de valijas repletas de trabajo se encuentra de pie, cercano a la puerta de ascenso frente a la doble fila de asientos negros.

Una señora levanta el brazo desde la parada de Gavilán pidiendo al chofer, con un movimiento de su mano, que se acerque a la vereda para que pueda subir sin tanta dificultad. Desde el interior del colectivo, todas las personas sentadas miran la blanca y tímida cabellera de la señora elevándose torpemente por las escaleras.

- Muy amable joven, buenas tardes. Uno de setenta y cinco, por favor.

Mientras que abona el boleto, sosteniéndose débilmente para no caerse en la curva de Boyacá, un muchacho, que carga un estuche negro con forma de guitarra, se levanta del tercer asiento de la fila simple, reservándole el lugar a la señora que terminaba de pagar su viaje.

- Siéntese, señora.

- Ay! No se haga problema joven que bajo enseguida, aparte tiene muchas cosas pesadas.

- No hay problema señora, no pesa nada esto – sonríe y con un ademán la invita a sentarse.

- Bueno, muchas gracias. Igual bajo en seguida así que aproveche a sentarse.

Y el muchacho de la guitarra vuelve a sonreír y queda parado a su lado, mientras que intenta acomodar su estuche incómodo de manera que no moleste al hombre de zapatos gastados, que queda detrás de él.

- Parada, por favor, joven

Da vuelta la cabeza mirando al muchacho de la guitarra y dice:

- Le dije que bajaba enseguida, muchas gracias, que tenga buen día.

En la parada de Boyacá y Neuquén desciende por la puerta delantera, tropieza con una segunda que no ve que está bajando. Cuando se encuentran en el segundo escalón quedan juntas obstruyendo el paso.

La segunda señora vuelve sobre sus pasos refunfuñando, mirando cómo la primera baja de revés, tomada con las dos manos de la agarradera de la puerta, porque el cordón de la vereda ha quedado lejos esta vez.
Baja y sube la segunda, un poco más rápido que la anterior pero igual torpe. Su cabello de color rojizo se bate cuando el chofer dobla por Neuquén y casi cae.

- ¡Que bestia! – exclama – ¡Ochenta!

Coloca las monedas todas juntas y algunas caen golpeando contra la chapa inferior de la máquina.

- ¿Qué pasa? ¡Yo puse ochenta, chofer! ¡Estas máquinas no funcionan nunca!

- Abajo cayeron monedas, vuelva a ponerlas – la señora murmuraba palabras para sí.

Toma su boleto, gira para buscar asiento en ese colectivo repleto y tropieza con el hombre de zapatos y valija, que está a punto de quedarse dormido. El muchacho de la guitarra, que no la había visto, intenta acomodar sus pertenencias en ese pequeño espacio entre asientos. La señora se abre paso empujando leve pero de mala manera al hombre casi dormido y se detiene frente a la guitarra, mirando fijamente al muchacho.

- ¿Disculpame no me vas a dar el asiento? ¡Qué maleducado!

El muchacho levanta la cabeza sin entender lo que pasa. Observa a la señora, a su cabellera rojiza y a una mano que, agarrada del asiento, deja relucir decenas de anillos dorados y plateados que reflejan el sol de la tarde en su rostro. Se levanta sin decir palabra y se dirige al fondo del colectivo.

- Disculpe, por favor, señor. Estas cosas no pesan pero ocupan mucho lugar – le sonríe al hombre de la valija que, ya despierto, le levanta las cejas, moviendo la cabeza levemente en dirección a la señora.

El muchacho vuelve a sonreír y levanta los hombros. Gira y queda parado frente al primer asiento de doble fila que está pasando la puerta central.

El colectivo sigue su rumbo y la señora continúa murmurando.

martes, 1 de diciembre de 2009

Guardianes de secretos

Debían cruzar peligros inminentes, carreteras oscuras que, a medianoche, cubiertas al cielo, dejaban apreciar una bóveda de paraísos sobre sus cabezas. El carro los transportaba hacia un lugar remoto con la intención de conocer, de resguardar un secreto en esas tierras. Lejanas tierras del Oeste, dueñas de leyendas, de hombres de otros idiomas, dueñas de frases, dueñas de vidas, ocultas tras el manto de oscuridad que le juega en contra a nuestros protagonistas.

En aquellas naturales bóvedas, sólo la luz del carro iluminaba. Las criaturas de la noche, repletas de impaciencia, les brindaban sus sonidos y a medida que avanzaban aumentaban su volumen y velocidad. Nada les ocurriría a ellos si no se detenían. Tan sólo debían cumplir con la guardia nocturna y asegurarse que el secreto esté a salvo.

Vueltas de esquina, solitarias, ni un alma, ni tampoco fantasmas. Sólo el sonido de los animales ansiosos por saciar su sed. Sólo tenían que esperar a que bajaran una de las ventanillas de ese carro, que funcionaba como escudo impenetrable a sus colmillos, para cumplir con su apetito.

El camino, como un río negro, parecía reflejar la oscuridad del cielo. Pero sabían bien que no era así. Los paraísos no dejarían un reflejo tan limpio del cielo, no sin mostrar su presencia. El camino negro era la imagen devuelta a la oscuridad misma, no un simple reflejo del cielo infinito, sino de la infinita noche, esa noche en especial, la primera en su labor de guardianes de secretos.

Todo parecía indicar que no faltaba mucho para llegar, tal vez una o dos vueltas más de esquina. Así fue.

Aquel secreto, que no podía ser guardado, aún dormía. Menos como un niño que se acomoda en su cama al dormir, acurrucado por el frío de una noche como esa. El secreto se mantenía firme en su vía, su extensa longitud no le permitía resguardarse entero bajo la protección de los galpones que reflejaban la luz de la luna, antes oculta por los paraísos abovedados.

Todo estaba en orden, el tren seguía en su lugar y durmiendo, y los deseos habían sido cumplidos. La vuelta fue más simple, tomaron las mismas calles pero el peligro dormía tranquilo, la fábula había acabado.

Los niños, recostados en el asiento trasero del auto, dormían, mientras que la abuela conducía de vuelta a casa.

El Poeta

En ocasiones podemos decir que nos hemos perdido buscando lo inexplicable. En ocasiones, inexplicablemente, nos perdemos en la búsqueda de un qué decir. Sin embargo transitamos los caminos que nos detienen en un tiempo simultáneo de sensaciones. Somos sensibles a lo imperceptible, quién calificaría de irreal a un sentimiento, sólo por no creer en él.

Volvemos a nombrar aquello que nos da, en inseguridad y timidez, un alivio, un amor, si es que eso es un significado válido, real. Apartamos la mirada del pasar de la nostalgia, de la figura que se expresa en una lágrima, que se escapa de nuestra memoria, confusa, tardía pero memoria al fin. Sólo en la forma expresa de una melodía no codificada porque ¿es acaso traducible en símbolos nuestra existencia, legado de lo que no se entiende y no se interpreta como puro, porque escapa a la realidad y hasta a la irrealidad misma de una ficción construida en base a otra que no está escrita?

Y en el camino del entender encontramos al desesperado que, inmerso en la vaguedad de su propio concepto, ha cavado una fosa irreversible, de ingeniería desconocida hasta para sus propias y creadoras manos. Del que mira hacia el cielo buscando respuestas que se dará a sí mismo, sólo nos queda su mirada, porque su individuo se fortalece con su deseo y, con eso, su aislamiento.

El poeta es acaso un solitario, desesperado o no, convencido de que en su interior, en su verso, convive multitud, de que él es multitud. Así, en soledad, el que escribe se siente, como uno y como millones, como holístico, como atómico, en la esperanza de que el verso llevado por el viento traspase las barreras de la temporalidad en una eternidad finita de la memoria de quienes se han atrevido a escuchar, de quienes se han atrevido a detenerse sin parar en su camino, si es que el camino conduce a algún lugar, hacia algún estado, hacia algún deseo. Y en su transitar quien dice sus palabras, espera, solo, espera.

Y en el mirar de lo cósmico, de la universalidad, entiende, pero no entiende, comprende pero no comprende, vive en el cambio constante en la vida.

El poeta, que adivina, que no busca ni encuentra, sólo transmite mediante la belleza de una palabra y con el vacío que trae cada una de estas consigo, la vida misma, sin barreras, sin tiempo ni soporte, sólo el valor de su palabra y de su tierra-corazón que lo guía.



Este texto fue escrito hace ya bastante tiempo. Pero guarda similitud con los más recientes. Que raro es descubrir una línea constante en los temas que a uno le siguen preocupando.