martes, 1 de diciembre de 2009

Guardianes de secretos

Debían cruzar peligros inminentes, carreteras oscuras que, a medianoche, cubiertas al cielo, dejaban apreciar una bóveda de paraísos sobre sus cabezas. El carro los transportaba hacia un lugar remoto con la intención de conocer, de resguardar un secreto en esas tierras. Lejanas tierras del Oeste, dueñas de leyendas, de hombres de otros idiomas, dueñas de frases, dueñas de vidas, ocultas tras el manto de oscuridad que le juega en contra a nuestros protagonistas.

En aquellas naturales bóvedas, sólo la luz del carro iluminaba. Las criaturas de la noche, repletas de impaciencia, les brindaban sus sonidos y a medida que avanzaban aumentaban su volumen y velocidad. Nada les ocurriría a ellos si no se detenían. Tan sólo debían cumplir con la guardia nocturna y asegurarse que el secreto esté a salvo.

Vueltas de esquina, solitarias, ni un alma, ni tampoco fantasmas. Sólo el sonido de los animales ansiosos por saciar su sed. Sólo tenían que esperar a que bajaran una de las ventanillas de ese carro, que funcionaba como escudo impenetrable a sus colmillos, para cumplir con su apetito.

El camino, como un río negro, parecía reflejar la oscuridad del cielo. Pero sabían bien que no era así. Los paraísos no dejarían un reflejo tan limpio del cielo, no sin mostrar su presencia. El camino negro era la imagen devuelta a la oscuridad misma, no un simple reflejo del cielo infinito, sino de la infinita noche, esa noche en especial, la primera en su labor de guardianes de secretos.

Todo parecía indicar que no faltaba mucho para llegar, tal vez una o dos vueltas más de esquina. Así fue.

Aquel secreto, que no podía ser guardado, aún dormía. Menos como un niño que se acomoda en su cama al dormir, acurrucado por el frío de una noche como esa. El secreto se mantenía firme en su vía, su extensa longitud no le permitía resguardarse entero bajo la protección de los galpones que reflejaban la luz de la luna, antes oculta por los paraísos abovedados.

Todo estaba en orden, el tren seguía en su lugar y durmiendo, y los deseos habían sido cumplidos. La vuelta fue más simple, tomaron las mismas calles pero el peligro dormía tranquilo, la fábula había acabado.

Los niños, recostados en el asiento trasero del auto, dormían, mientras que la abuela conducía de vuelta a casa.

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