¿Somos acaso jinetes de
las tempestades, galopando frente a la adversidad del tiempo, que se interpone
en el camino y nos obliga a esperar el momento divino? Seremos, tal vez, algo
similar al viento. Pero qué tempestades son las que inundan el camino con las
dudas, con el desenfreno de una oscuridad sin salida, un callejón tan largo que
se resume en la eternidad del exilio. Vuelvo a pensar, una y otra vez, y cada
vez me convenzo más de que hoy el peligro no es la oscuridad, sino la soledad. Que
parece tan fría y oscura como la misma desesperación de quien se asfixia, o de
quien entre aguas se encuentra sin poder salir a ver el sol.
Cuidado, no cometas una
vez más el mismo error. No vuelvas a perder la calma en ese intento de
mentirte. Sabés que la luz no está en esa dirección, no intentes avanzar para
caer en el abismo, no trates de llamar a los fantasmas, no hagas que el único
camino sea el incorrecto. No es más fácil, a la larga se convierte en lo más
difícil. En esa forma de ocultar las profundidades de tu ser, de tu pesar y de
tu sentir.
Para qué, entonces… el
pasado nos remueve la cenizas y el fuego parece revivir o será tan sólo un holograma
que quema las esperanzas. Los colores, qué son, las alegrías, para qué. Si la
oscuridad no se enciende para ver que hay más allí donde se pisa, donde se
vive, donde se respira. Aire frío que congela oportunidades, destinos que
parecen estar marcados en el fracaso, en el infinito no ser.
No quiero volver a
pensar. No quiero volver a intentar lo imposible. Pero soy terco, estoy
convencido de un camino, que aunque con piedras me hace sentir que en algún
momento me ofrecerá un paraíso indescriptible, inacabable. Y tal vez no exista
tal cosa, pero ya es una realidad en mi espíritu, y quién sabrá en donde vive
mi esperanza, porque en él reposan ya todas mis preguntas.
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