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martes, 9 de noviembre de 2010

Ojos, en la lluvia de dolor


Se encontraba en un lugar sin luces, un patio interno de verdes oscuros, transformados en sí mismos por la sombra de una araucaria que había perdido sus ganas de crecer, y encerrado por dos muros espejados, que enfrentaban sus miradas a través de grandes ventanas, como quién observa a los ojos a un extraño, prejuzgado de maligno, ante la ingenuidad de la corta y tímida distancia. Los párpados color ladrillo, se abrían al amanecer y se cerraban siempre a medianoche, mientras las pestañas blancas jugaban durante el día con el viento, que las perseguía hacia afuera y hacia adentro de ese patio lleno de oscuridad y de historias de rencor.

Separaba dos mundos, ese patio. Los muros practicaban la indiferencia, nosotros, integrantes, les enseñamos a hacerlo. Pero ese martes fue distinto. La lluvia diluvial hizo estremecer los huesos, que crujieron como las hojas de esa araucaria chocando entre ellas y con los mundos; llamándome estaba el viento, con un arpegio en mi menor, para que mirase a través de uno de los ojos del muro, porque el mundo vecino estaba dando un giro.

Me acerqué a la ventana. Era más de media noche y los párpados, de par en par, abiertos a la oscuridad y a la tormenta; las pestañas blancas, encerradas tras los vidrios transparentes que reflejaban mi rostro en ellos, aún permitían el paso de una mirada vertical, como si fuera una grieta que quebró a ese ojo en dos, interrogándolo con un farol lejano, al otro lado de la habitación.

La luz proyectaba dos sombras en las cortinas, que jugaron el papel de pantalla de cine, y la ranura entre ellas dejaba percibir los colores, que no podía más que omitir al ver semejante violencia. Una de las sombras danzaba junto a la otra en un vaivén de manos que no quieren ser alcanzadas, su pelo largo y ondulado, negaba el amor que gritaba la otra con voz de arrepentimiento. El perdón que se vale de pretextos, la sombra que busca reconciliación no encuentra más que rechazo; llantos de dolor que hacían eco en los tímpanos pero no tan fuerte como en el corazón. Las sombras giran y quedan justo en la grieta luminosa generando un eclipse de farol; su contorno sombrío en las cortinas deja ver un fantasma de cuatro brazos que se estremeció el tronar el cielo, iluminando aquel patio ávido de ser feliz. El fantasma se agrandaba poco a poco, agitando sus brazos a dos voces que pedían perdón y exclusión. Y, en el reclamo se separan, como quién logra expulsar de su cuerpo su alma, mirándola, luego, con comprensión y arrepentimiento por lo cometido. El farol ya tendido en el suelo aún dejaba ver el contorno de esa alma acostada sobre ese suelo rígido como el rencor, presentando un movimiento producto del rodar del foco sobre sí mismo, pero no propio de la vida que se va. La sombra que aclamaba ser perdonada cayó junto a su amor, el llanto movió las pestañas dejando ver una imagen digna de olvidar: el perdón que se vale de pretextos para vestir su infidelidad de amor y que ahora lamenta la pérdida de lo que nunca supo realmente amar.

El farol se apagó, y un grito cayó como un trueno de tormenta sobre aquel patio oscuro; un grito de dolor, como el de quien se sacrifica por aquello que adquiere sentido después de la inmortalidad.



Todos salieron a ver, y nadie puedo hacer nada, la puerta cerrada con llave, las ventanas selladas con llanto, ninguna forma de ingresar esa noche; la proyección, había terminado, y el amor, consumado.

La boda de la corona


En aquel reino la corona estaba sola y muy triste, ni los banquetes ni las fiestas consolaban su pena. Dio cuenta de su soledad y tuvo una gran idea: por qué no casarse, de esa manera ya no estaría más sola. Comunicó su genio a su mente quién no vaciló en contradecir y, de esa manera, empezaron los preparativos para la gran fiesta. La corona, ordenó a sus manos crear el mejor vestido para la ocasión, a su lengua sugirió cocinar la comida más sabrosa y abundante que se haya probado jamás, a su nariz elegir el mejor perfume que nadie en la vida hubiera sentido y a su orejas que aprendieran las palabras más bellas para poder decirlas a su prometida. No de casualidad se reunió con su corazón para la tarea más importante, buscar a quién completaría su par. Pidió que fuera alguien que pudiera amarlo y que no buscara sólo la nobleza en propio beneficio. Su corazón asintió y partió en compañía de los pies, a quienes se les había encomendado su transporte.

Pasaron largos meses y la corona ya estaba impaciente por saber con quién se casaría. Citó a su corazón quién le llevó muchas opciones: zapatos brillantes de las tierras más lejanas, delantales sucios que amaban desde el horizonte, esmeraldas hermosas más ricas que su propio reino, pero entre todas había una especial, unos ojos color cielo que miraban desde el corazón más frágil que la corona hubiera visto jamás. Detuvo la presentación, envió a su dedo índice donde los ojos para determinar la elección y con su boca y sus voces comunicó a los habitantes del reino que la selección había terminado y que en dos noches sería la gran fiesta.

Sus manos trabajaron más que nunca para terminar el vestido, su lengua ya casi no sentía sabores entre tantos platillos preparados; su nariz sintió desvanecer el aroma de los perfumes pero fue su propio desvanecimiento el que se produjo, se levantó y continuó la selección; las orejas escucharon tantas palabras bellas que se enamoraron del idioma del amor y comunicaron a la corona todos sus secretos. Los caballos fueron invitando uno por uno a los habitantes al evento.

La luna bañaba de romance la noche de bodas mientras que los invitados llegaban poco a poco, primero fueron las coronas vecinas acompañadas de sus esmeraldas y rubíes, luego las altas galeras junto con sus elegantes bastones, le siguieron las cintas de cabello que envolvieron la sala de timidez, los crucifijos desfilaron por el alfombra dorada hacia el altar. Mas tarde fueron las espadas quienes cruzaron la puerta principal delante de los caballos y las flechas. Los zapatos, hachas y bueyes quedaron frente al palacio esperanzados de ser parte de la felicidad que ese día volvería al reinado.

La corona debía impresionar. Con su vestido haciendo combinación con la decoración de la sala, no pasó desapercibida. Su corazón lo acompañó mientras que bajaban las escaleras, abrazados como lo estarían un padre orgulloso de su hija y una hija que ama a su padre.

Casi todo estaba listo, sólo faltaba la presentación de la prometida, y así fue. La luna disminuyó su luz, las bocas se cerraron, las voces quedaron atrapadas en el asombro, y apareció brillante. Los ojos cielo transformaron la noche en día y el corazón frágil hizo a todos enternecer. Brillo por todo el derredor, la corona se sintió feliz. El crucifijo los unió. Las sonrisas de ternura llegaron justo a tiempo para el final de la boda y, siempre presentes oportunamente, las invitadas lágrimas, entraron sin avisar.

Las manos sostuvieron en su esfuerzo amor, la lengua degustó su felicidad con su banquete, la nariz, si no se hubiera desvanecido a la mitad de la noche, hubiera percibido el más agradable aroma que se sintió jamás, las orejas oyeron las palabras más hermosas en el momento de la unión y los pies transitaron el alivio cuando dieron cuenta de que tanto camino no fue en vano. El corazón latió con fuerza y se enamoró de una galera que alejó a una lágrima que acariciaba su mejilla, con la que se casará en doce lunas llenas, pero aún, no lo sabe.