Almas perdidas del Universo, sueños que vagan en sus cuerpos; mares de duda en lo incierto, corazones que sin penas ya se ahogan. Gana el sol de tu reflejo, amigo fiel del brillo que te ocultas tras la mirada indiferente de lo bello.
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lunes, 2 de mayo de 2011
Entre sensaciones, miradas y tiempos
Sí. Uno puede estar a punto de perder la Fe. Palabras extrañas si las hay. Seremos entonces seres creados a imagen y semejanza de algo invisible, que ni aún siendo Creador puede contra lo que parece ser una propensión natural a la autodestrucción de la especie. Yo elijo que mueras, como tú elegiste que todos los demás no valían lo suficiente como para estar en este mundo. Son iguales. Mediocres pensamientos. Inteligencias que dicen ver más allá, que llevan mensajes de paz y de estabilidad, pero que para que esos estados sean realidad requieren de la exuberante violencia del ser.
Y en el medio de la hipocresía humana, se esconden las doradas, ya no tan verdes, hojas del otoño en los poblados de donde la paz aparenta ser posible. Y de vuelta siento venir ese pensamiento de Fe. Fe en que los que rodean el aura agotada de haber estado lejos, y que busca restablecer su energía nutriéndose de la génesis, restauren ese orden que se creía perdido en las vías muertas de un tren que ya cambió su rumbo.
Mientras, en los viejos parajes el viento sopló tan fuerte que el dorado de las copas llegó a alfombrar el piso y las calles se transformaron en oro. Pero si es oro en lo que se convirtió, y es oro parte de eso que nos lleva a la avaricia, al egoísmo y a la deshumanización de la vida, no quiero caminar por sus calles. No quiero evadir más el crimen, ni ser víctima de quien busca quitar al otro lo que no tiene, aún, a veces ignorando que son hermanos, si es que el parentesco puede ser sinónimo hoy de solidaridad y unión.
La solución parece estar en la creación misma, en el avance progresivo del trabajo para luego llegar al descanso. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y cayó en el recargo de energía. Pero si desde el inicio de la vida el tiempo ya estaba allí, antes que el mismo Creador fuera inventado como tal a ojos de su creación, qué es lo que debemos esperar que pase. ¿Una epifanía, un develamiento de la Verdad?
Sabemos que en la duración de nuestra corta existencia hay demasiadas cosas para recordar, demasiadas personas, demasiados sentimientos y sentidos, pero como sucede en los sueños, qué pasaría si los tiempos se cruzaran, si la rutina fuera encontrarse con uno mismo, con sus seres queridos en diferentes momentos de la biografía. No me atrevo a afirmar que las redes se mantendrían inmodificables, y que a lo sumo irían in crescendo, sino, por el contrario, que el replanteo de los diferentes por qué de esas modificaciones, que en muchos casos vienen signadas por remordimientos, por malas decisiones, y otras, simplemente, por la distancia. La distancia entendida como empatía, sin estar atada a la consideración métrica y física del asunto.
Quien fuera entonces el mejor descifrador de códigos del alma de ese otro cercano, se puede transformar de pronto en alguien inabarcable, incomprensible, una hoja en blanco imposible de leer. Tal vez aquí, como en algún cuento de Borges, sean las letras correspondientes al tiempo que ha cambiado, la razón por la cual no se ve nada en ese papel que parece estar blanco ante unos ojos y ser elemento revelador del mundo ante quien vive contemporáneo, empático, con su entorno sígnico. No puedo ver. No hace falta ver. No puedo oír. No hace falta oír. No puedo hablar. No hace falta hablar. No puedo sentir. Estás muerto.
Y la salvación está dentro, pero asimilando el afuera. De alguna mágica manera, sin creer en la magia como algo que escapa a la construcción de un sentido humano, encontrar el sendero hacia la propia naturaleza, que parece haber sido alguna vez arrebatada del lecho materno para ser entregada al mundo de la guerra. Espero entonces no ser la guerra.
¿En dónde queda la Fe en este paisaje? Volando lejos un cóndor mostró su libertad en las alturas. La Fe no dice en qué creer para ser libre, no dice dónde ir para ser libre, no dice cómo hacer para ser libre. Es casi como una pseudo meta hacia un paso más acantilado, vertiginoso, que no siempre se está en condiciones de dar.
... y ante todo el amor no se cae. Se hace pedazos
lunes, 3 de enero de 2011
Into myself
La contradicción del ser o no ser, de la vergüenza de ser frente a otro que no existe más que en la propia mente. Aún así, me mira, existe, me inhibe, me castra, me encierra y me libera a la desesperación. Me encuentra indefenso ante la misma nada, encerrado en un cuarto vacío pensando que eso es la soledad. Refugio de los cobardes que a veces buscan en donde no hay, sólo para decir que nada encuentran, y aún sabiendo el resultado se enorgullecen de tener la razón sin poder entenderla. El paraíso se pierde en la inmensidad de la desesperación que hace frente a la desolación eterna, a la propia facultad de inventarse frente a los demás como una víctima del mundo externo, ese que fue construido para la opresión del alma pura que se esconde tras algunas pocilgas hermenéuticas, que menos saben cuando detenerse más que cómo aprovechar su presencia en la vida. Hundido tras la sorpresa de la realidad viva, que observa desde el frente y muestra el horizonte a quien egoísta creyó que el rincón más oscuro era la respuesta a una pregunta que desde ningún punto de vista tiene sentido, salvo desde la misma locura de ese ciego que elige no querer ver. Pero aunque veas, aunque se vuelva la mañana una revelación de la purificación de las pasiones, se enmudece el corazón a causa de esa tradición que implica la desvalorización de todo, con el único fin de hacer frente a la misma ausencia, al abandono que uno mismo puede hacer de lo que está a su alrededor. Y en los fragmentos de textos del pasado se encuentra la similitud y se crea la constancia, quien sufre hoy, sufrirá mañana, y el fatalismo crece en la sensación de nunca más volver a un nirvana en el que nunca se supo estar, por más que, tal vez, en algún tiempo se perteneció. Quiera ser el reflejo de una ventana contra el mundo, aquello que siempre quiso ser el cuerpo, sustancia putrefacta de la existencia misma. Rasgado por dentro para ser bello y enfrentar al resto sin ser honesto. Y no ver más allá de las narices, que las relaciones se nutren de la diversidad, del enriquecimiento mutuo, del amor que se siente porque realmente está. Empecinado, muere al ver que pudo ser una gran mentira, la vida, la creación de una ficción idílica de un qué hubiera pasado sí, y sonríe esperando que al encontrárselo el mensaje esté tan claro como su propia epifanía. Vil mentira la que profesa el hombre solitario, que cree que nada necesita, que ignora lo que da y aún así se contenta con un proyecto que peca de lujuria trascendental y cae en las garras de la ineptitud misma. Dejar atrás, muy atrás, aquello que nada llena pero que otorga sentido a lo propio, y darse cuenta que no se es si no se tiene, es quizás decir de forma complicada algo tan simple, pero no se puede revelar una verdad tan grande con palabras que se alejan de la filosofía abstracta, esa que entiende más allá de quienes o de lo que se puede considerar existente, e incluso también imaginario. El retorno a la vida cobra su peaje, no por venganza, no por rencor, pero subestimar y subestimarse, a veces lleva implícita una respuesta que después de mostrarse tantas veces, ahora requiere modificar su soporte y dar a luz a una nueva forma de expresión que puede escapar a las modernas palabras. Mala espina, mala calaña, mala cepa y mal olor. No depende del lugar, sino de lo que se lleva adentro y se deposita en cada paraje, aún en aquellos más recónditos rincones del planeta de la memoria, de la esperanza convertida en desilusión, y en la sola respuesta de la acción frente a la quietud.
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martes, 9 de noviembre de 2010
Ojos, en la lluvia de dolor

Se encontraba en un lugar sin luces, un patio interno de verdes oscuros, transformados en sí mismos por la sombra de una araucaria que había perdido sus ganas de crecer, y encerrado por dos muros espejados, que enfrentaban sus miradas a través de grandes ventanas, como quién observa a los ojos a un extraño, prejuzgado de maligno, ante la ingenuidad de la corta y tímida distancia. Los párpados color ladrillo, se abrían al amanecer y se cerraban siempre a medianoche, mientras las pestañas blancas jugaban durante el día con el viento, que las perseguía hacia afuera y hacia adentro de ese patio lleno de oscuridad y de historias de rencor.
Separaba dos mundos, ese patio. Los muros practicaban la indiferencia, nosotros, integrantes, les enseñamos a hacerlo. Pero ese martes fue distinto. La lluvia diluvial hizo estremecer los huesos, que crujieron como las hojas de esa araucaria chocando entre ellas y con los mundos; llamándome estaba el viento, con un arpegio en mi menor, para que mirase a través de uno de los ojos del muro, porque el mundo vecino estaba dando un giro.
Me acerqué a la ventana. Era más de media noche y los párpados, de par en par, abiertos a la oscuridad y a la tormenta; las pestañas blancas, encerradas tras los vidrios transparentes que reflejaban mi rostro en ellos, aún permitían el paso de una mirada vertical, como si fuera una grieta que quebró a ese ojo en dos, interrogándolo con un farol lejano, al otro lado de la habitación.
La luz proyectaba dos sombras en las cortinas, que jugaron el papel de pantalla de cine, y la ranura entre ellas dejaba percibir los colores, que no podía más que omitir al ver semejante violencia. Una de las sombras danzaba junto a la otra en un vaivén de manos que no quieren ser alcanzadas, su pelo largo y ondulado, negaba el amor que gritaba la otra con voz de arrepentimiento. El perdón que se vale de pretextos, la sombra que busca reconciliación no encuentra más que rechazo; llantos de dolor que hacían eco en los tímpanos pero no tan fuerte como en el corazón. Las sombras giran y quedan justo en la grieta luminosa generando un eclipse de farol; su contorno sombrío en las cortinas deja ver un fantasma de cuatro brazos que se estremeció el tronar el cielo, iluminando aquel patio ávido de ser feliz. El fantasma se agrandaba poco a poco, agitando sus brazos a dos voces que pedían perdón y exclusión. Y, en el reclamo se separan, como quién logra expulsar de su cuerpo su alma, mirándola, luego, con comprensión y arrepentimiento por lo cometido. El farol ya tendido en el suelo aún dejaba ver el contorno de esa alma acostada sobre ese suelo rígido como el rencor, presentando un movimiento producto del rodar del foco sobre sí mismo, pero no propio de la vida que se va. La sombra que aclamaba ser perdonada cayó junto a su amor, el llanto movió las pestañas dejando ver una imagen digna de olvidar: el perdón que se vale de pretextos para vestir su infidelidad de amor y que ahora lamenta la pérdida de lo que nunca supo realmente amar.
El farol se apagó, y un grito cayó como un trueno de tormenta sobre aquel patio oscuro; un grito de dolor, como el de quien se sacrifica por aquello que adquiere sentido después de la inmortalidad.
Todos salieron a ver, y nadie puedo hacer nada, la puerta cerrada con llave, las ventanas selladas con llanto, ninguna forma de ingresar esa noche; la proyección, había terminado, y el amor, consumado.
La boda de la corona

En aquel reino la corona estaba sola y muy triste, ni los banquetes ni las fiestas consolaban su pena. Dio cuenta de su soledad y tuvo una gran idea: por qué no casarse, de esa manera ya no estaría más sola. Comunicó su genio a su mente quién no vaciló en contradecir y, de esa manera, empezaron los preparativos para la gran fiesta. La corona, ordenó a sus manos crear el mejor vestido para la ocasión, a su lengua sugirió cocinar la comida más sabrosa y abundante que se haya probado jamás, a su nariz elegir el mejor perfume que nadie en la vida hubiera sentido y a su orejas que aprendieran las palabras más bellas para poder decirlas a su prometida. No de casualidad se reunió con su corazón para la tarea más importante, buscar a quién completaría su par. Pidió que fuera alguien que pudiera amarlo y que no buscara sólo la nobleza en propio beneficio. Su corazón asintió y partió en compañía de los pies, a quienes se les había encomendado su transporte.
Pasaron largos meses y la corona ya estaba impaciente por saber con quién se casaría. Citó a su corazón quién le llevó muchas opciones: zapatos brillantes de las tierras más lejanas, delantales sucios que amaban desde el horizonte, esmeraldas hermosas más ricas que su propio reino, pero entre todas había una especial, unos ojos color cielo que miraban desde el corazón más frágil que la corona hubiera visto jamás. Detuvo la presentación, envió a su dedo índice donde los ojos para determinar la elección y con su boca y sus voces comunicó a los habitantes del reino que la selección había terminado y que en dos noches sería la gran fiesta.
Sus manos trabajaron más que nunca para terminar el vestido, su lengua ya casi no sentía sabores entre tantos platillos preparados; su nariz sintió desvanecer el aroma de los perfumes pero fue su propio desvanecimiento el que se produjo, se levantó y continuó la selección; las orejas escucharon tantas palabras bellas que se enamoraron del idioma del amor y comunicaron a la corona todos sus secretos. Los caballos fueron invitando uno por uno a los habitantes al evento.
La luna bañaba de romance la noche de bodas mientras que los invitados llegaban poco a poco, primero fueron las coronas vecinas acompañadas de sus esmeraldas y rubíes, luego las altas galeras junto con sus elegantes bastones, le siguieron las cintas de cabello que envolvieron la sala de timidez, los crucifijos desfilaron por el alfombra dorada hacia el altar. Mas tarde fueron las espadas quienes cruzaron la puerta principal delante de los caballos y las flechas. Los zapatos, hachas y bueyes quedaron frente al palacio esperanzados de ser parte de la felicidad que ese día volvería al reinado.
La corona debía impresionar. Con su vestido haciendo combinación con la decoración de la sala, no pasó desapercibida. Su corazón lo acompañó mientras que bajaban las escaleras, abrazados como lo estarían un padre orgulloso de su hija y una hija que ama a su padre.
Casi todo estaba listo, sólo faltaba la presentación de la prometida, y así fue. La luna disminuyó su luz, las bocas se cerraron, las voces quedaron atrapadas en el asombro, y apareció brillante. Los ojos cielo transformaron la noche en día y el corazón frágil hizo a todos enternecer. Brillo por todo el derredor, la corona se sintió feliz. El crucifijo los unió. Las sonrisas de ternura llegaron justo a tiempo para el final de la boda y, siempre presentes oportunamente, las invitadas lágrimas, entraron sin avisar.
Las manos sostuvieron en su esfuerzo amor, la lengua degustó su felicidad con su banquete, la nariz, si no se hubiera desvanecido a la mitad de la noche, hubiera percibido el más agradable aroma que se sintió jamás, las orejas oyeron las palabras más hermosas en el momento de la unión y los pies transitaron el alivio cuando dieron cuenta de que tanto camino no fue en vano. El corazón latió con fuerza y se enamoró de una galera que alejó a una lágrima que acariciaba su mejilla, con la que se casará en doce lunas llenas, pero aún, no lo sabe.
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